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Mi madre, Dorita. |
Me he demorado mucho en escribir estas letras, pero la dama
que rememoran merece más que un modesto post, que esta, su atrevida hija, hoy
le escribe. Se puede hacer un libro con sus ocurrencias y anécdotas, quienes la
conocieron no me dejarán mentir. Fue una distinguida reina que sobresalía por su
elegancia natural, su estatura –que no heredé-, su cultura, a pesar que solo
alcanzó el noveno grado y conmigo a cuestas.
¡Hola mamá! Tengo que contarte que me niego a cocinar tamales
y buñuelos, desistí de comerlos porque no le encuentro tu punto ¿Cómo los
haces? Recuerdo tus cuatro fogones en aquellos días aciagos: el de carbón que
prendías desde el amanecer, el de luz brillante para los apuros, la hornilla
eléctrica –“por si acaso la ponen mija”- y el anafe exclusivo para café.
Te reías de mi obsesión por las escaleras y los caracoles
–todavía la tengo- de mi inocencia cuando en la casa en la playa quise dormir
en la cama matrimonial, porque “en el otro cuarto hay dos y ustedes son dos y
yo una” así sentencié con mi lógica de cuatro años. También recuerdo la otra
casa, la de Santa María cuando di una “perreta” porque me bañaste en un baño
blanco que según escuché decir era el de los criados y yo quería el azul o el
rosado.
Un día me llevaste a caminar por la calle Paseo, hasta la
Plaza y estrenaste unos zapatos que años después me explicaste que daban por
bonos, pues esos zapatos tampoco se escaparon de tus bautizos y tanto daño te
hicieron que los llamaste “ollas de presión”. Ahí se quedaron porque no hubo
vecino ni pariente que quisiera quedarse con ellos.
Tus jornadas de pesquería con Gracielita, el otro zapato del par,
regresaban con tilapias, biajacas o una jicotea, pero con la sonrisa porque ese
día se comería bien. ¡Ah! y también porque hay para que las “muchachitas” se
lleven.
Gracielita, Yohana, tú y yo, en el parque de un pueblito
donde decidieron hacernos las fotos de quinceañeras, que no queríamos, pero como
para ustedes eran importantes, allá fuimos todas. Aquella mañana todo salió
mal, una odisea subirnos a aquel transporte que llamaban “pepino". Nosotras
cargadas de maletines cuyo contenido desconocíamos, era la ropa que ustedes nos
cocieron con lo que tenían a mano y nosotras no vimos, porque estábamos en la
beca. Claro, no faltó el vuelito y el lacito constantes en sus diseños para las “niñas”.
Llegamos al amanecer y nos perdimos, para variar. Por suerte cada pueblo tiene
una iglesia y un parque, ahí estábamos vestidas con aro balde y paleta comiendo
mandarinas que compramos a un vendedor ocasional. No puedo evitar reírme
viéndote con tu pantalón “drapeado”, porque lo terminaste de hacer casi en la
madrugada y querías estrenártelo ese día, con las prisas ni te lo probaste, era
carmelita de laster y te quedaba muy gracioso con sus costuras encogidas.
Extraño nuestras charlas interminables, aunque el televisor
estuviera encendido. La risa, eterna presente –eso sí lo heredé de ti, por
suerte-. Me dramatizabas “La vida inútil de Pito Pérez” y otros cuentos que no
podías parar de leer, las novedades del núcleo zonal y cuanta anécdota
escuchabas.
¡Como tenías ahijados! Aunque nunca bautizaste a nadie, ni a
mí. Cargabas montones de cántaros de leche para el punto, tratando de que
sobrara un poco, para aquel que tiene una úlcera o para Cecilio mi compañero de
estudios a quien un cáncer de garganta se lo llevó.
Mami hoy comprendo cuan solidaria, oportuna y desinteresada
fuiste, porque me enseñaste bien y ahora te imito, siento ese regocijo de hacer
el bien sin mirar a quien. Yo te llamaba jocosamente -ahora creo que lo mereces
sin dudas- Santa Lucía del Castillo. Así
quise llamar a mi hija: Lucía, pero recordé tu antipatía por aquel nombre que
te engancharon por nacer el 13 de diciembre. Según me contaste idea del abuelo,
el misterioso abuelo aristócrata que no se casó con abuela “Goyita” la cocinera
repostera isleña, a quien tampoco conocí.
¡Mira que te esforzaste porque yo aprendiera a coser! Hasta
una máquina rusa me compraste “de las modernas, hija, de las que hacen de todo”,
te confieso que terminó como mesa para la computadora, mi otro gran amor. Las
costuras, que no cobrabas porque no estabas satisfecha, aunque mamita: tus
confecciones eran de alta costura. Siempre te daba pena ponerle precio a tu
trabajo, porque “mija ellos están peor que nosotras”. Otra cosa heredada de ti,
mi mala gestión como comerciante, recuerdo nuestro lema: si nos dedicamos a vender
sombreros, la gente pondrá de moda cortarse la cabeza.
Mamá hoy estarías chocheando por tu nieta, nació un año
después de tu inesperada partida. Es linda, inteligente y ocurrente como
nosotras. Estarías orgullosa de mí porque no te defraudé, a pesar de todos los contratiempos,
la nieta de la cocinera, la hija de quien solo alcanzó el noveno a los cuarenta
y nueve años, se graduó con título de oro en la universidad. Sin embargo mamá,
eso hoy es un poco complicado, de tanto esfuerzo solo me queda eso, imaginar la
alegría en tu rostro.
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Espiando a Mamá |
Te cuento que sigo leyendo con desenfreno, hábito que
adquirí de tanto espiarte. Sigo curando cuanto gato y perro encuentro
desamparado o hambriento. Sigo escuchando a Mocedades y Serrat. Sigo con mi obsesión
por el mar y el misterio de los caracoles. Sigo invirtiendo los horarios. Sigo
llorando con los muñequitos. Sigo confundiendo lugares y rostros. Sigo rebelde,
luchando contra molinos, aunque el viento no esté a mi favor.
Perdóname por no visitar tu supuesta última morada, sabes
que no soy dada a las ceremonias, ni los rituales, no hacen falta: Tú vives en
mí, vives en tu nieta a quien no dejo de contarle sobre tus disparates, aunque
ya los míos te superan.