sábado, 7 de febrero de 2015

Mi madre: Santa Lucía del Castillo

Mi madre, Dorita.
Me he demorado mucho en escribir estas letras, pero la dama que rememoran merece más que un modesto post, que esta, su atrevida hija, hoy le escribe. Se puede hacer un libro con sus ocurrencias y anécdotas, quienes la conocieron no me dejarán mentir. Fue una distinguida reina que sobresalía por su elegancia natural, su estatura –que no heredé-, su cultura, a pesar que solo alcanzó el noveno grado y conmigo a cuestas.

¡Hola mamá! Tengo que contarte que me niego a cocinar tamales y buñuelos, desistí de comerlos porque no le encuentro tu punto ¿Cómo los haces? Recuerdo tus cuatro fogones en aquellos días aciagos: el de carbón que prendías desde el amanecer, el de luz brillante para los apuros, la hornilla eléctrica –“por si acaso la ponen mija”- y el anafe exclusivo para café.

Te reías de mi obsesión por las escaleras y los caracoles –todavía la tengo- de mi inocencia cuando en la casa en la playa quise dormir en la cama matrimonial, porque “en el otro cuarto hay dos y ustedes son dos y yo una” así sentencié con mi lógica de cuatro años. También recuerdo la otra casa, la de Santa María cuando di una “perreta” porque me bañaste en un baño blanco que según escuché decir era el de los criados y yo quería el azul o el rosado.

Un día me llevaste a caminar por la calle Paseo, hasta la Plaza y estrenaste unos zapatos que años después me explicaste que daban por bonos, pues esos zapatos tampoco se escaparon de tus bautizos y tanto daño te hicieron que los llamaste “ollas de presión”. Ahí se quedaron porque no hubo vecino ni pariente que quisiera quedarse con ellos.

Tus jornadas de pesquería con Gracielita, el otro zapato del par, regresaban con tilapias, biajacas o una jicotea, pero con la sonrisa porque ese día se comería bien. ¡Ah! y también porque hay para que las “muchachitas” se lleven.

Gracielita, Yohana, tú y yo, en el parque de un pueblito donde decidieron hacernos las fotos de quinceañeras, que no queríamos, pero como para ustedes eran importantes, allá fuimos todas. Aquella mañana todo salió mal, una odisea subirnos a aquel transporte que llamaban “pepino". Nosotras cargadas de maletines cuyo contenido desconocíamos, era la ropa que ustedes nos cocieron con lo que tenían a mano y nosotras no vimos, porque estábamos en la beca. Claro, no faltó el vuelito y el lacito constantes en sus diseños para las “niñas”. Llegamos al amanecer y nos perdimos, para variar. Por suerte cada pueblo tiene una iglesia y un parque, ahí estábamos vestidas con aro balde y paleta comiendo mandarinas que compramos a un vendedor ocasional. No puedo evitar reírme viéndote con tu pantalón “drapeado”, porque lo terminaste de hacer casi en la madrugada y querías estrenártelo ese día, con las prisas ni te lo probaste, era carmelita de laster y te quedaba muy gracioso con sus costuras encogidas.

Extraño nuestras charlas interminables, aunque el televisor estuviera encendido. La risa, eterna presente –eso sí lo heredé de ti, por suerte-. Me dramatizabas “La vida inútil de Pito Pérez” y otros cuentos que no podías parar de leer, las novedades del núcleo zonal y cuanta anécdota escuchabas.

¡Como tenías ahijados! Aunque nunca bautizaste a nadie, ni a mí. Cargabas montones de cántaros de leche para el punto, tratando de que sobrara un poco, para aquel que tiene una úlcera o para Cecilio mi compañero de estudios a quien un cáncer de garganta se lo llevó.

Mami hoy comprendo cuan solidaria, oportuna y desinteresada fuiste, porque me enseñaste bien y ahora te imito, siento ese regocijo de hacer el bien sin mirar a quien. Yo te llamaba jocosamente -ahora creo que lo mereces sin dudas- Santa Lucía del Castillo.  Así quise llamar a mi hija: Lucía, pero recordé tu antipatía por aquel nombre que te engancharon por nacer el 13 de diciembre. Según me contaste idea del abuelo, el misterioso abuelo aristócrata que no se casó con abuela “Goyita” la cocinera repostera isleña, a quien tampoco conocí.

¡Mira que te esforzaste porque yo aprendiera a coser! Hasta una máquina rusa me compraste “de las modernas, hija, de las que hacen de todo”, te confieso que terminó como mesa para la computadora, mi otro gran amor. Las costuras, que no cobrabas porque no estabas satisfecha, aunque mamita: tus confecciones eran de alta costura. Siempre te daba pena ponerle precio a tu trabajo, porque “mija ellos están peor que nosotras”. Otra cosa heredada de ti, mi mala gestión como comerciante, recuerdo nuestro lema: si nos dedicamos a vender sombreros, la gente pondrá de moda cortarse la cabeza.

Mamá hoy estarías chocheando por tu nieta, nació un año después de tu inesperada partida. Es linda, inteligente y ocurrente como nosotras. Estarías orgullosa de mí porque no te defraudé, a pesar de todos los contratiempos, la nieta de la cocinera, la hija de quien solo alcanzó el noveno a los cuarenta y nueve años, se graduó con título de oro en la universidad. Sin embargo mamá, eso hoy es un poco complicado, de tanto esfuerzo solo me queda eso, imaginar la alegría en tu rostro.

Espiando a Mamá 
Te cuento que sigo leyendo con desenfreno, hábito que adquirí de tanto espiarte. Sigo curando cuanto gato y perro encuentro desamparado o hambriento. Sigo escuchando a Mocedades y Serrat. Sigo con mi obsesión por el mar y el misterio de los caracoles. Sigo invirtiendo los horarios. Sigo llorando con los muñequitos. Sigo confundiendo lugares y rostros. Sigo rebelde, luchando contra molinos, aunque el viento no esté a mi favor.


Perdóname por no visitar tu supuesta última morada, sabes que no soy dada a las ceremonias, ni los rituales, no hacen falta: Tú vives en mí, vives en tu nieta a quien no dejo de contarle sobre tus disparates, aunque ya los míos te superan. 

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